15 May 2025
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Nueve de Julio

A la pelota hay que acariciarla

En abril de 1974, Tomás Felipe Carlovich, una leyenda del deporte rosarino, deslumbró a la Selección Argentina al dirigir un combinado de futbolistas locales. Este evento, que tuvo lugar en Rosario, se convirtió en un hito en la historia del fútbol. Aún hoy se recuerda con un halo de misticismo, enriquecido por anécdotas que, aunque carecen de veracidad, alimentan el mito en torno a ese día memorable. El partido se disputó en la cancha de Newell’s, ahora conocida como Estadio Marcelo Bielsa, ante aproximadamente 30,000 espectadores, según las crónicas de la época.

Por un lado, estaba la Selección Argentina, dirigida por Vladislao Cap tras la inesperada salida de Enrique Omar Sívori, preparándose para el Mundial de Alemania. Enfrente, un equipo compuesto por jugadores de Newell’s y Rosario Central, a excepción de Carlovich, quien provenía de Central Córdoba, el club del barrio Tablada, donde se forjó una historia que parece no tener fin.

En ese encuentro, el Trinche, hasta entonces un desconocido en las páginas deportivas, mostró su talento como mediocampista, deslumbrando a los espectadores con una serie de gestos técnicos que había perfeccionado en las canchas de tierra de su Rosario natal. Con su andar pausado, más de un metro ochenta de estatura, cabello largo y un rostro que rara vez mostraba emociones, a veces adornado por un tupido bigote, ofreció una lección de fútbol que captó la atención del cuerpo técnico de la Albiceleste, al punto que, según los testimonios, pidieron que “sacaran al 5”.

“Recuerdo que jugaba como si estuviera en el patio de su casa, sin presión alguna. Hacía lo que le dictaba la cabeza y esa noche brindó un espectáculo increíble. A su manera, se adueñaba de la mitad de la cancha. Era torpe, desgarbado y un poco lento, pero tenía un gran dominio del balón y una pegada excepcional… Fue la primera y única vez que lo vi jugar, y me pareció un crack”, relató Mario Zanabria, otro destacado jugador con una zurda exquisita, quien compartió el mediocampo con Carlovich y Carlos Aimar. Esta anécdota se encuentra en la magnífica biografía coral de Trinche escrita por Alejandro Caravario.

El Trinche no necesitaba correr ni entrenar —de hecho, los comentarios coinciden en que no se alineaba con el sacrificio—; su diferencia radicaba en su mentalidad y en cómo pensaba con el balón en los pies, lo que indudablemente lo coloca en el panteón de los grandes, junto a Maradona, Riquelme, Houseman, Bochini, Alonso y Kempes, entre otros.

Además de contar con una excepcional pegada que le permitió marcar numerosos goles, su mayor virtud era su capacidad para asistir a los delanteros. “Creo que mi mayor mérito era anticipar la jugada un segundo ante. Más que la técnica, se trata de ser inteligente, de saber cuándo dar un pase y soltar la pelota”, reflexionó el mismo Carlovich en el libro de Caravario.

No acumuló grandes logros deportivos —desde una perspectiva contemporánea, no se le podría considerar un caso de éxito— ni transitó por equipos de Primera División. Debutó en Central, pero solo jugó dos partidos oficiales. Su carrera se desarrolló mayormente en el ascenso, principalmente en Los Charrúas rosarinos, y alcanzó la estatura de O’Rei en Independiente Rivadavia de Mendoza, donde ganó un grupo de seguidores que lo acompañaron en su travesía futbolística.

Carlovich se convirtió en un mito indescifrable, una leyenda con dimensiones literarias al borde de la exageración. Se dice que Bielsa asistía todos los sábados a sus partidos en el estadio Gabino Sosa, que Menotti lo buscó para la Selección y que Maradona lo consideraba superior a él mismo, como lo demuestra la dedicatoria en una camiseta que le firmó: “Al Trinche, que es mejor que yo”. Las historias orales sobre sus cualidades técnicas son innumerables, desde su capacidad para realizar un doble caño a un mismo jugador hasta sus disparos fulminantes sin necesidad de tomar impulso, o la simple certeza de que su presencia en un partido garantizaba la llegada de hinchas con la esperanza de presenciar sus jugadas mágicas.

Sin embargo, junto a sus hazañas en el campo, también coexistían relatos sobre su vida personal. Se decía que abandonaba los entrenamientos para ir a pescar, que tenía una preferencia por el alcohol, o que cuando se unió a la Lepra mendocina, le ofrecieron un yate para que pudiera pescar y no regresara corriendo a Rosario tras cada partido. «Nunca fui a pescar, no me gusta. Y mira que me invitan…”, aclaró el Trinche a Caravario para desmentir esos rumores.

A Carlovich le gustaba jugar al fútbol, estar cerca de su familia y amigos, y recorrer las calles de Rosario en bicicleta. Se alejó de la espectacularidad y lo que más le dolía era el paso del tiempo, implacable y sin sentido, pero lineal y sin emociones. Ese fue su peor rival: ver cómo su calendario se vaciaba y cómo su cuerpo se debilitaba, lesión tras lesión, hasta que finalmente tuvo que retirarse del fútbol, ese terreno de diversión que habitó hasta después de los 40 años en ligas regionales.

El Trinche falleció en 2020, víctima de un robo, cuando le arrebataron su bicicleta. Su muerte llegó de la manera más cruel y apagó una vida repleta de anécdotas que aún continúan en desarrollo. Su mayor anhelo, como le confesó a Julián Bricco en el programa Historias por dentro, era volver a jugar un partido, 45 minutos completos, una última vez. No pudo hacerlo, pero dejó una huella imborrable en la memoria del fútbol.

“A la pelota hay que acariciarla, hay que tratarla bien. Quererla mucho, respetarla”.

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