(Por HectorHuergo / Clarin Rural)
Más allá de las tribulaciones económicas, que no son fáciles de soportar, el agro enfrenta la amenaza de ruptura de un pacto ancestral con los habitantes de las ciudades: ser un proveedor confiable de alimentos y servicios ambientales. La acción maliciosa de movimientos surgidos hace cincuenta años –con el mayo francés de Daniel CohnBendit, hoy eurodiputado verde—socavó esa confianza.
La gran tarea para el 2019 es recrear el vínculo de confianza. Se están haciendo muchos esfuerzos importantes desde el propio sector. Y también desde los gobiernos provinciales. La provincia de Córdoba, por ejemplo, ha establecido estímulos económicos a quienes cumplen lo que se ha dado en llamar Buenas Prácticas Agrícolas. El concepto fue impulsado por la Bolsa de Cereales de Buenos Aires hace varios años, bajo el lema “El campo hace bien”. Y AAPRESID creó un eficaz sistema de certificación, originado por Santiago Lorenzatti.
El gran tema está en las “fumigaciones”. Primero, una cuestión básica: en el campo no se fumiga, se pulveriza. Para muchos será una cuestión semántica, pero es una línea de corte definitiva. Fumigar significa atomizar un producto hasta un tamaño de partícula de deriva incontrolable. Es humo, como el que largan los escapes de los autos. Ya lo dijimos hace un tiempo: en las 20.000 hectáreas de la ciudad de Buenos aires se fumiga (es decir, se hacen humo) 2 millones de metros cúbicos de nafta y gasoil por año. Una “dosis” de 10 mil litros por hectárea. La fumamos entre los 10 millones que pasamos el día en la ciudad.
En todo el campo argentino, con 100 millones de hectáreas en producción entre agriculturas varias y ganadería, se pulverizan menos de un millón de toneladas de herbicidas, insecticidas y funguicidas. Unos 10 litros por hectárea en varias aplicaciones, con productos “banda verde” (mucho más inocuos que los que se usaban hace treinta años) y donde no hay gente. Algunas producciones intensivas, como frutas y hortalizas, algo más. Otras extensivas, como la soja, los cereales y las legumbres, mucho menos.
Pero la agitación de las ONGs efectistas fue ganando terreno y comenzaron las restricciones. Algunos municipios exigen mil metros de “buffer” entre los lotes de cultivo y los poblados. Estos días mostré en twitter varias fotos satelitales de pequeños pueblos y ciudades europeos donde se ve claramente la huella de las pulverizadoras bordeando las casas. Estas imágenes se viralizaron rápidamente, y dijeron mucho más que mil palabras.
La molécula más demonizada, el glifosato, sufrió finalmente el castigo político: se dejará de usar en Francia dentro de…tres años. Si realmente fuera cancerígeno lo hubieran prohibido de inmediato.
No solo en el campo se usan las BPAs. La industria hace lo suyo. Un gran hito del 2018 fue la inauguración de una planta de reciclado, en Cañada de Gómez, por parte de ACA, la entidad cooperativa que también elabora agroquímicos y silobolsas. La misma empresa acaba de anunciar una inversión de 50 millones de dólares para ampliar su planta de etanol de Villa María. También están ampliando las otras tres empresas cordobesas: Bio4, ProMaíz y Porta, con fuerte respaldo de su gobernador.
El agro argentino no solo es el más competitivo del planeta, sino que es el más verde. Nadie produce tantos kilos de comida o bioenergía por cada kilo de insumo consumido en el intento. El primer paso de la ecología es la eficiencia. Una hectárea de soja produce 3 toneladas de harina proteica y 600 litros de aceite. Con un litro de aceite se hace uno de biodiesel. Y hacen falta menos de 100 litros para producirla. Es decir, hay un excedente de 500 litros por hectárea para sustituir al gasoil. Con biodiesel y etanol, el campo limpia las ciudades. Pero no lo cuenta.
Informe enviado por Sociedad Rural 9 de Julio