Casi podíamos tocarlo; el pasado se escurría entre nuestras manos.
A veces el presente no ha dejado de ser pasado y no ha podido ser reemplazado.
Cuando entramos, el sol vespertino abrillantaba la fachada colonial. Sus piedras parecían un todo viviente, bellísimas molduras que elevaban arrogantes como en rezos. Arte al servicio del hombre. Alma arquitectónica extraordinaria. Hileras de santos, ciclópeos ojos ciegos, sueños pétreos.
Mirando hacia arriba aquellas figuras, traspusimos casi sin darnos cuenta las pesadas puertas abiertas del templo, mientras una hermosa veleta negra transfigurada en un angelito señalaba el viento del Norte.
Sumergidos en una agradable penumbra nos envolvían unos sones góticos surgiendo de inmensos tubos de bronce emitidos por un armonio en manos de un joven virtuoso perteneciente, sin duda, a un contingente visitante, que al igual que nosotros recorría silenciosamente el templo, como posteriormente haría lo mismo con las antiguas instalaciones, hoy transformadas en museo, que otrora fueran una de las tantas espléndidas estancias Jesuíticas que la congregación distribuyó por distintos lugares claves de nuestro país.
Al centro, como suspendido de la nada, pues nada que lo sostuviera se podía ver, un inmenso Cristo pálidamente crucificado observaba a cada uno de los visitantes. Luego, la admiración de un altar central y otros laterales, no menos esplendorosos. Imágenes y frescos de escuelas cuzqueñas, pero por sobre todo ello, la paz del lugar, que aunque intranquila, se respiraba.
Atravesando el templo, indicadores guiaban a otras salas y lugares por visitar del claustro que se continuaba.
Una a una la salas fuimos recorriendo, primeramente en compañías de otras personas, a las cuales hasta me animé a orientar por falta de guía cuando el tema era por mí conocido. Poco a poco nuestros acompañantes se fueron diluyendo y al retornar desde otras épocas a la realidad de nuestro mundo, nuestros pasos enfilaron guiados por flechas a alguna de las posibles salidas.
La luz de los salones, iba desapareciendo y prontamente la tenue del sol en poniente, a gatas nos permitía orientarnos. Seguramente estaban cerrando.
Luego de tantear las aparentes posibles puertas de salida, las que una a una nos la negaban, decidimos retornar al templo, sitio que podría estar en espera de algún rezagado visitante o en preparación para algún oficio. Nada de eso, sólo mezquinos cirios, pálidos y débiles de luz, junto a una lámpara tenuemente roja próxima al sagrario de uno de los altares laterales, escasamente nos iluminaban. El redondo ventanal central del fondo detrás del coro, era ya una sombra.
Al notar total olvido de nuestra presencia, iniciamos la tarea de tantear, primero la doble puerta central, que nos arrojó indiferencia a golpes y llamados, siguiendo con otras menores inútiles e insensibles. Todo intento era inútil e insignificante ante la majestuosidad que nos rodeaba. Golpes y aporreos diluidos entre los maderos vetustos; llamados que resonaban chocando contra las paredes y retornando fantasmales, a nosotros.
Nos quedaba la alternativa de buscar otra salida por alguna de las salas o dependencias de la parte del museo, salas que fueron claustros, comedores, y que daban a la ancha galería que habíamos visto extenderse desde una salida lateral de la iglesia, que ya habíamos comprobado, cerrada, hasta otra similar ya terminando el museo.
En la búsqueda alocada y tanteos estériles, nuestros pasos engomados, resonaban estrepitosamente sobre los antiguos ladrillos desgastados. Todas las puertas y ventanas negaban aperturas de pesados cerrojos. Cada una que tanteábamos perecía más resistente que la anterior y, si alguna cedía, sólo nos conducía a otra sala. Ninguna al exterior anhelado.
Nos costó convencernos, pero llegamos a la conclusión de que habíamos quedado apresados y nuestros gritos ya no serían oídos por nadie y no hacían más que asustarnos con su sonoridad de eco como queriendo despertar a miles de antigüedades deseosas de continuar en su letargo.
Todas las aperturas eran internas.
Las idas y vueltas en infructuosas búsquedas, nos presentaron nuevamente ante el vetusto y reforzado portón de entrada al templo, pesado de cerrojos inútiles para nosotros. De cualquier forma insistimos sobre él no convencidos de tener fortuna.
Persuadidos de que debíamos permanecer allí, la tenue luz titilaste y vigilante del sagrario nos arrojó un haz mostrándonos una posibilidad de recostarnos a esperar un tanto más cómodos sobre los almohadones bordó de unos sillones poco distantes del altar mayor. Tan mal no esperaríamos.
No supimos nunca cuanto duró nuestro sueño. El medio adormitado brazo de mi amigo, movió el mío a la vez que un: – Chist !…y un: – Escucha !… surgía de su boca.
El reloj consultado clavaba sus agujas en los números doce y dos.
En silencio e inamovibles escuchamos. Un rumor de afuera se iba agrandando en un cántico solemnemente gregoriano de melodía. La letra no entendible pero armoniosa se elevaba lentamente y acercaba en tono monocorde.
Nuestra posición varió al utilizar el respaldo del banco como tapujo en nuestra observación. Acurrucados levemente asomábamos por intervalos.
Interrogantes sobre lo que oíamos, corroboramos entre nosotros, que ambos oíamos igual.
Atinamos a levantarnos, pero prontamente desistimos y nos dejamos caer nuevamente sobre los almohadones.
El canto aproximaba elevándose por momentos sonoro para caer en otros en son de monotonía. Asomados por detrás de nuestro parapeto tan levemente como nos fuera posible para pasar desapercibidos y en total acuerdo con la penumbra, nos encegueció un repentino resplandor. Toda la luminaria se encendió al unísono pero no eléctricamente. Los candelabros convertían todos sus focos en velas encendidas.
Una procesión lenta avanzaba hacia el altar central. Dos nativos pequeños de edad, entunicados de blanco con incensarios en balanceo, al frente. Detrás, uno de más edad y gran porte, portaba una tosca e inmensa cruz de madera libre de Cristo y con un crespón negro colgando. Continuaba otra solitaria figura henchida en ropaje blanco con incrustaciones de oro, que barbada portaba un santísimo brillante de metal y pedrerías. Por detrás, un grupo de monjes blancos de tez, marrones de sotanas y por sobre ellas una especie de camiseta blanca, seguidos por una docena de hábitos tan pardos como los restos de cara y manos que de ellos asomaban. Todos, con facciones apenas iluminadas, entonando salmos que por momentos elevaban y por otros apenas se percibían. Los que seguían después, eran una serie de hábitos negros femeninos que por momentos dejaban divisar asomando de sus mangas y capuchas, partes humanas muy blancas.
Cuando la procesión encendida de cirios y cantos llegaba al altar, abruptamente desapareció el canto, dando lugar a un silencio sepulcral. Los promesantes, a medida que llegaban al centro del altar, luego de una jenuflexión ante el crucifijo, desaparecían por ambos lados.
Estirábamos nuestros cuellos para ver mejor, cuando el silencio se interrumpió nuevamente.
Un taconeo muy fuerte de ladrillos retumbaba proveniente de la entrada principal a la vez que de ella penetraba una luz hirientemente blanca y neblinosa. Entre ella, apareció el causante del ruido. Era la figura esbelta de un militar uniformado de gala y de medallas al pecho que a pasos firmes y ligeros, cabellera ensortijadamente espesa y prominentes patillas penetraba sable en mano con la mirada enardecida de un sólo ojo, pues el otro era una ensangrentada caverna muerta, gritando con vos firme y fuerte: – No hay quién pueda con el tigre !…
Luego la incertidumbre de lo sucedido, pero con la certeza de haber dormido, nos despertó el tempranero chirriar del cerrojo de la puerta principal que abría.