
Por Eduardo Cerdeira
A principios de 1975, desde Buenos Aires, llegó a La Niña un muchacho de 25 años, para jugar en el Tricolor, como refuerzo foráneo de aquel equipo, quien pronto iba a convertirse en el mejor delantero de la Liga de 9 de Julio.
Cuenta la leyenda que venía de la mano de un caudillo político nacional, que por esos tiempos “residía” circunstancialmente en La Niña. Por el llegaron dos personas, uno alto, rubio, tipo Ricardo Gareca, y otro petiso, pelado y retacón, que los dirigentes pensaron que se trataba de una especie de acompañante del flaco, pero que, hechas las debidas presentaciones, resultaron ser los dos jugadores.
Su debut en La Niña fue en un partido amistoso, en nuestra cancha, previo al torneo Promocional oficial de la Liga, ante Atlético 9 de Julio. Aquel muchacho, oriundo de la ciudad de Quilmes y fanático del “Cervecero”, se mostró ese día como un jugador al que había que prestarle mucha atención: La Niña ganó 2 a 0, y el tipo con poca pinta de jugador de fútbol, resultó ser un genio. Jugaba y hacía jugar. Se paraba arriba de la pelota, y después salía despedido como un rayo, como si tuviera alas en los pies. Amagaba para un lado y salía para el otro fantasmalmente.
Los lugareños lo apodaron “Yimi” por el parecido con un mayordomo de la Estancia “La Catita”, un mote que lo siguió durante toda su carrera y lo acompañó por el resto de su vida. Era tal la identificación que Raúl Caputo era Yimi y Yimi era Raúl Caputo, algo nunca visto en La Niña, la capital nacional de los apodos.
Raúl Caputo, que había hecho inferiores en River Plate, estuvo a punto de jugar en primera con Alonso y Merlo, pero la falta de apego a las exigencias, tal vez su bohemia, o su informalidad, lo habrían persuadido para dejar el profesionalismo e integrar un equipo de pueblo, de una Liga chacarera, para despuntar el vicio. Del increíble Monumental al humilde José María Solaberrieta.
Nuestra humilde cancha, vestuarios de chapas, arcos de madera, terreno cubierto con gramilla, con infames rosetas, que traicioneramente se incrustaban en rodillas o palmas de las manos cuando rodabas por el piso. Pero era nuestro monumental, era el escenario de los juegos más maravillosos jamás vistos, las gambetas más deslumbrantes y las piruetas imposibles de Yimi, con él soñábamos salir campeón. Éramos niños, todo lo imposible nos parecía cercano.
Te recuerdo retacón, pelado, vago de ley y porteño de la primera hora, calentón, con esa camiseta descolorida de piqué, sin propagandas, tan sentimental, ahí estaba, él era el espectáculo, él era el show, solo necesitaba la pelota, nada más.
Convirtió los más diferentes goles, pero su especialidad era inventar los más insólitos penales, lo tocabas en el área y caía como “podrido”. Realizó hazañas inolvidables en los cortos años que estuvo en La Niña. Nunca nadie jugó así.
Rápidamente logró una conexión muy fuerte con el pueblo. La conexión con esas personas estaba en esos colores, donde veían su localidad, sus familias, sus sueños y sus fracasos. Al terminar aquel año, recibe el primer homenaje del artista local Roberto Galeano, quien lo retrató en la entrada misma del renovado Estadio “José María Solaberrieta”, gritando un gol, lo mejor que sabía hacer.
Este jugador de baja estatura y alto carisma, era el dolor de cabeza de toda la Liga local, quienes, en aquel Torneo Mayor de 1976 se tomaron la venganza perfecta, un resarcimiento aleccionador que, de alguna forma, nos recordaba quien mandaba, que el fútbol no era solo un juego, sino que es como la vida misma, buenos y malos, honestos y corruptos, débiles y poderosos, espejo de la realidad.
En el partido que el Club Atlético La Niña disputó ante Once Tigres en su estadio “El Coqueto”, tierra de gigantes, donde se enfrentaba el “chico” contra el “grande”, David contra Goliat. Un increíble suceso habría de ocurrir durante la disputa de aquel partido buscando el segundo campeón que disputare el título del año.
«El Tigre», con nombres como “Rabito” Andrada y “Pacho” Ordoñez entre sus filas, y «El Tricolor» con “Yimi” como figura descollante. En una discutida acción, el árbitro del encuentro cobró una falta en el área de Once Tigres y le dio el penal al Club Atlético La Niña. Sin embargo, por indicación de uno de sus “colaboradores” más la presión local, cambió su decisión y sancionó un tiro libre para los locales.
La actitud del juez desató el enojo de los futbolistas tricolores, quienes lo rodearon con airados reclamos. En el tumulto, un jugador local toma del cuello a Raúl, y allí se armó el descontrol. En ese barullo, una bolea de derecha impacta de pleno en las nalgas del hombre de negro. Allí Raúl Caputo fue quien se llevó la peor parte: sin haber hecho nada, el árbitro lo expulsó directamente a él, como si hubiera estado preparado. Yimi sería castigado con una dura sanción y se perdería cinco años de su vida deportiva. A casi 50 años de aquella tarde, me cuesta entender todavía el tamaño de semejante “despojo” del árbitro y de la Liga toda.
Tal vez alguno se pregunte dónde estuvo su pecado. Qué hizo mal. En qué se equivocó. Ese hecho fue definitivo en la carrera de Raúl Caputo. Volvió en el Club Atlético French, pero ya no fue el mismo. La sospecha de un complot y la injusticia lo acompañaron durante años. A pesar de todo, Raúl encontró consuelo en la relación con su esposa e hijos, los que lo cuidaron y lo amaron incondicionalmente hasta el final de sus días.
Desde el pasado 8 de abril de 2025, hay una estrella más en el cielo de La Niña, apoyando y acompañando al Tricolor en cada momento. Nuestra estrella más especial. Raúl Caputo, siempre te recordaré. Dios te tiene reservado un lugar en el paraíso junto a Diego, Alfredo Di Stéfano, René Houseman, Garrafa Sánchez y otros amantes de la pelota para jugar un picado. Tu fútbol siempre será eterno.