(Por Magalí de Diego – Agencia CTyS-UNLaM)
El ser humano necesita del dolor para sobrevivir. Así, el dolor agudo es una señal de daño esencial que nos permite conservar la integridad. Por el contrario, el dolor crónico, no tiene sentido biológico y, cuando se habla de atenderlo, casi nunca se hace pensando en términos de “curación”, sino más bien de “tratamiento”.
Las comunidades médica y científica han logrado poner a punto algunas estrategias de tratamientos paliativos para reducir su impacto. Sin embargo, son muchos los pacientes para los cuales el alivio no es alcanzado o resulta insuficiente. “En el mundo, 1 de cada 5 personas sufre dolor crónico y una fracción para nada minoritaria de ese grupo padece dolor neuropático, es decir, un dolor originado como consecuencia de una lesión del sistema nervioso”, explica el Dr. Pablo Brumovsky, investigador independiente del CONICET.
“A pesar de nuestra creciente comprensión de los mecanismos del dolor neuropático, su manejo sigue siendo notablemente difícil debido a la falta de tratamientos efectivos o seguros”, agrega Brumovsky quién se desempeña como Director del Laboratorio de Mecanismos e Innovación Terapéutica en Dolor en el Instituto de Investigaciones en Medicina Traslacional, CONICET-Universidad Austral.
Sin embargo, tras muchos años de investigación, un compuesto de la familia de los oligodeoxynucleótidos (moléculas sintéticas cortas de ADN de una sola cadena), podría convertirse en una solución segura, eficaz y duradera: el IMT504. “En el laboratorio, pudimos comprobar que una sola administración subcutánea de este compuesto en las ratas elimina el dolor por hasta 5 semanas y con un perfil de seguridad sumamente atractivo”, indica Brumovsky.
“Hemos probado el valor terapéutico del IMT504 -continúa el especialista-, en diferentes modelos animales de dolor crónico inducido por estados inflamatorios o la lesión directa de nervios periféricos, o de dolor agudo, como es el caso del dolor postquirúrgico. El efecto fue siempre el mismo, una reducción a largo plazo del dolor, como pocas veces nos toca ver con una droga experimental”.
Actualmente, la única manera de lograr un efecto prolongado de control del dolor crónico refractario a otros tratamientos es mediante el uso de neuromodulación eléctrica o química directa de la médula espinal, lo que obliga a la inserción de electrodos o cánulas en el espacio vertebral. “Esto, que sólo puede ser realizado mediante abordaje quirúrgico, además requiere de un programa a largo plazo de mantenimiento de los equipos implantados”, detalla Brumovsky.
“Con IMT504, estamos ante una droga que, en la rata, probó tener un valor terapéutico importante porque no genera sedación y controla el dolor por un período extenso de tiempo. Además, contrario a los anestésicos, no altera la percepción normal del dolor, es decir, no bloquea la respuesta a estímulos nerviosos normales como los que se generan si nos estamos lastimando o quemando”, resaltó el especialista.
“Sin embargo, nuestra prueba de fuego está en el ensayo en humanos, y en ello estamos poniendo nuestros mayores esfuerzos”, concluye el investigador quién pertenece al Grupo Dolor del IIMT, en conjunto con el Dr. Marcelo Villar, pionero en la Argentina en investigación en dolor, y la Dra. María Florencia Coronel, Directora del Laboratorio de Dolor en Cáncer.
Los tiempos de la ciencia
En el momento en que el paciente abre el cajón de su mesita de luz y extrae un blíster de pastillas para mitigar su dolencia, probablemente no se detenga a pensar en los aos de trabajo y experimentación que se invirtieron para desarrollar esa droga. Pero lo cierto es que se trata de un extenso recorrido. “Es un proceso inevitable. Si no se cumplen todas las instancias, existe el riesgo de dañar a mucha gente”, alerta Brumovsky.
“Cuando uno parte de una droga o compuesto experimental prometedor -detalla el investigador-, no sabe cuál resultará en una solución. De hecho, el proceso de ‘filtrado experimental’, que puede implicar hasta 10 mil compuestos, se realiza para determinar, en ensayos pre-clínicos en animales, cuáles tienen mejores perfiles terapéuticos y de seguridad. Al final de este proceso, que lleva entre 3 y 6 años, apenas 5 drogas habrán alcanzado el nivel necesario para continuar con la experimentación en humanos, instancia que implica entre 6 y 7 años más”.
Brumovsky indica que los pasos a seguir en experimentación en humanos deben ser muy cuidadosos. “Primero, en el ensayo en Fase I, se comienza a probar la droga en voluntarios sanos, a dosis crecientes y de manera gradual, monitoreando muy de cerca, para corroborar el perfil de seguridad y asegurar que el compuesto no cause efectos adversos severos”, explica el especialista doctorado en la Universidad Austral y el Instituto Karolinska, en Suecia.
“Luego, en el ensayo en Fase II, se comprueba que la droga es efectiva en un número pequeño pacientes con la enfermedad de base para la cual se ha diseñado la droga. Y a esto le sigue el ensayo en Fase III, ampliada a unos pocos miles de pacientes, con el fin de verificar lo observado en Fase II en un grupo mayor de pacientes. Sólo en las instancias de experimentación clínica descriptas, la inversión necesaria es de 450 millones de dólares y se habrá reclutado a cerca de 6 mil personas”, explica el investigador del CONICET.
En este largo camino, muchas drogas quedan estancadas en lo que Brumovsky llama “El Valle de la Muerte”. “Pasar de la investigación en laboratorio a los ensayos en humanos y, luego, al anaquel en la farmacia, requiere de una importantísima inversión proveniente de la industria, de capitales de riesgo, de fondos de inversión, y esto es algo que no abunda en Argentina”, asevera el investigador.
“Más aún, en Argentina, el salto de la pre-clínica a la clínica, con compuestos experimentales prometedores, nos encuentra con menos experiencia y con posibilidades económicas más escuetas, por lo que el Valle de la Muerte se hace más presente que en otros países”, plantea el doctor.
Sin embargo, Brumovsky sostiene que hay que seguir promoviendo ciencia de muy buena calidad, sólidamente apoyada en investigación básica, pero sin perder de vista el valor traslacional que pudiera tener para la Sociedad. “Ese es el motor esencial: seguir descubriendo cosas nuevas, pero sin perder de vista el para qué hacemos las cosas. En ciencias biomédicas, trabajamos porque hay un paciente que sufre y necesita a un profesional de la medicina que le pueda dar respuesta. Ahí entramos nosotros para poder desarrollar una nueva droga o un nuevo abordaje que le sea útil al paciente”, concluye el investigador.
*Artículo realizado en colaboración con la Sociedad Argentina de Neurociencias