Ese día estaba decidido, no podía soportar más la curiosidad de entrar en aquella casa. Se acordaba cuando iba con su abuela de niño y observaba semejante biblioteca. Mientras la señora Irene servía el té y yo le decía al oído a la abuela que pidiera permiso para entrar a leer. Era una costumbre y los tres sabíamos que eso iba a suceder, pero el ritual era ese. Cada día que llegábamos allí lo hacíamos. Entrar en la biblioteca era vivir una aventura diferente, Creo que estaban todos los libros que alguien buscara, era apasionante sentarme en el escritorio de tantas generaciones y sentirme un rey. Para mí, era un lugar mágico, hubiera estado horas y horas allí adentro si no fuera porque mi abuela me gritaba:
– Alfonsooooo ¡ Vamooossssss!
No era una sola vez que me llamaba, eran tres o cuatro. Así que corriendo acomodaba todo pero dejaba una señal para saber por dónde debía seguir la próxima vez. Si los libros estaban con el lomo hacia afuera, lo dejaba al revés o buscaba algún papel u objeto y a manera de señalador, lo dejaba marcado. Antes de salir me paraba dos o tres veces a mirar esa majestuosidad.
Hoy, ya adolescente, pasé por esa vereda y algo me atrajo como un imán, pero ya no estaba la señora Irene, y sus hijos, despiadados y desamorados, abandonaron la casa y luce sucia y descuidada. Entré al negocio de la esquina y pregunté si ellos sabían quien estaba a cargo de esa vivienda y mis ojos se llenaron de emoción cuando me dijeron que una sobrina que vivía muy cerca, sabía venir a abrir un rato. Averigué la dirección y fui; golpeé la puerta y salió una mujer de rostro dulce y calmado:
– ¿Qué necesitas? Me dijo sonriendo
– La llave- dije- y me expresé como si esa mujer supiera toda la historia, así, directo y como dando una orden.
– ¿La llave? ¿Qué llave? – No dejaba de sonreír
– La llave de la casa de la señora Irene.
– ¡Ah!¡ Vos sos Alfonso! ¡Por fin viniste! Te estaba esperando.
No me dejó ni hablar, me hizo pasar y me dio la llave diciendo:
Irene me dijo que vos vendrías, ella seguramente te estará esperando porque allí esparcimos sus cenizas, fue su pedido. Andá seguramente te quiere decir algo. Salí con el corazón en llamas de la emoción, corrí esas cuadras como un loco desaforado, entré en la casa, esa vez, no estaba mi abuela para pedirle permiso en su oído pero había en el aire una especie de voz que le decía:
– Adelante Alfonso, adelante …
El abandono era inminente, algunas estanterías se habían caído, tal vez cansadas de soportar tanto peso, tal vez a manera de descanso. La madera ya gastada y descuidada se había quebrado como hueso viejo. Pero estaban todos, incluso “mi señalador”. Lo tomé y lo abrí, en la página veinticuatro, sobresalía una hoja distinta a las del libro, una hoja tan distinta que me llamó la atención. Mis ojos se clavaron en la tinta azul que decía: “ Hola Alfonso, sabía que vendrías, lo sabía, por eso dejé un testamento, esta casa te pertenece, esta biblioteca es tuya. Escribano Manuel Rodoi, mi sobrina Raquel sabe dónde encontrarlo.”
(Fragmento)
MACHÉ