El 29 de marzo de 1962 el presidente radical Arturo Frondizi fue derrocado por las Fuerzas Armadas, quienes instalaron al frente de la primera magistratura al ex presidente del Senado, José María Guido. Concluían de esta manera cuatro años de gobierno signados por los condicionamientos militares.
Desde antes de asumir, Frondizi debió hacer frente a los planteos castrenses. Su triunfo en las elecciones de febrero de 1958, tras un acuerdo con Perón, le granjeó una decidida oposición de las Fuerzas Armadas.
Durante su gobierno, el líder radical intentó impulsar el desarrollismo, promoviendo industrias básicas -petróleo, siderurgia y maquinarias-, que permitirían a su vez abastecer a la industria liviana, liberando recursos antes destinados a importar. Sin embargo, tras un año de gestión, las presiones de los factores de poder condujeron a un cambio radical en la política económica, que se cristalizó en el reemplazo de Rogelio Frigerio por el ingeniero Álvaro Alsogaray en el Ministerio de Economía.
A lo largo de su gobierno, Frondizi auspició políticas heterodoxas que le fueron restando apoyos a ambos lados del espectro político. Mientras que por un lado su inicial alianza con Perón, su política internacional -opuesta a la exclusión de cuba del sistema interamericano- y su encuentro secreto con Ernesto “Che” Guevara crisparon al Ejército y a los sectores conservadores; por el otro, la firma de los contratos petroleros con empresas extranjeras, la obtención de un crédito del FMI comprometiéndose a aumentar tarifas eléctricas y de transportes, despedir empleados públicos, congelar salarios por dos años, y la implementación del plan CONINTES (Conmoción Interna del Estado), que otorgaba al Ejército la facultad de arrestar, detener e interrogar a los gremialistas y opositores, le irían restando el apoyo de obreros, estudiantes, empleados públicos y sindicatos.
Con las elecciones de marzo de 1962 comenzaría la cuenta regresiva. En ellas, el peronismo ganó 10 de las 14 gobernaciones, entre ellas la estratégica provincia de Buenos Aires. El líder radical dispuso entonces la intervención de esa provincia, pero ya era tarde. Pocos días después, el 29 de marzo, Frondizi fue destituido por las Fuerzas Armadas y recluido en la isla Martín García.
A continuación reproducimos una carta que Frondizi enviara dos días antes del golpe de Estado a Alfredo García, presidente del Comité Nacional de la UCRI, expresándole su firme decisión de permanecer en su puesto.
Fuente: Arturo Frondizi, La conspiración reaccionaria y los objetivos del pueblo argentino, Juventud UCRI, Buenos Aires, 1962, págs. 87-92.
Buenos Aires, 27 de marzo de 1962.
Señor presidente del Comité Nacional de la UCRI, doctor don Alfredo García.
Querido correligionario y amigo:
Deseo comenzar esta carta recordando algunas frases del discurso que pronuncié el 9 de febrero de 1957 y que hoy recobran cabal vigencia: “Los hombres que el destino señaló para servir la causa del pueblo sufrieron siempre los peores embates. Tengo presente el suicidio de Alem, la tentativa de asesinato de Lisandro de la Torre y su posterior suicidio. A Yrigoyen se lo dejó solo”.
Tengo la firme decisión de enfrentar todo lo que pueda sobrevenir. No me suicidaré, no me iré del país ni cederé. Permaneceré en mi puesto en esta lucha que no es mía ni sólo del pueblo argentino. Se está librando en nuestra América; la están librando a lo largo y a lo ancho de todo el mundo los pueblos que se levantaron contra la opresión y el privilegio y combaten por la libertad, la justicia y el progreso del género humano.
En momentos en que la crisis política que vivimos llega a su máxima gravedad, quiero ratificar ante usted y demás integrantes de ese comité nacional partidario mi irrevocable determinación de no renunciar y de permanecer en el gobierno hasta que me derroquen por la fuerza.
Nuestros enemigos -los enemigos del pueblo argentino- quieren mi renuncia. Con mi renuncia se prepara una parodia institucional, sobre las bases de una democracia restringida que excluya a todos los sectores populares y, como consecuencia ineludible, una despiadada represión contra el pueblo, con la que me han amenazado continuamente. Esta es, por lo tanto y, lo digo aquí con tanta solemnidad, la razón fundamental de mi obstinada y tenaz negativa a renunciar a mi cargo o terminar con mi vida. Quienes se atrevan a sacarme del gobierno por la fuerza o a eliminarme físicamente deberán asumir ante la historia la responsabilidad de haber desatado en la Argentina la represión popular y su inevitable consecuencia: la guerra social. Ellos, si logran sus designios, abrirán las puertas al comunismo que con tanta vehemencia dicen combatir.
Este episodio de hoy es la culminación de un largo proceso a través de cuyo desarrollo se libró un incesante combate entre la legalidad y el despotismo, entre la paz social y el caos, entre el desarrollo y el colonialismo.
En casi cuatro años de gobierno informé en forma permanente al pueblo del sentido de esta lucha. Una y otra vez denuncié qué fuerzas y con qué medios se oponían a un programa de legalidad, paz social y desarrollo económico. Si esta lucha no derivó en forma cruenta ha sido por la vocación de paz que anima a nuestro pueblo y por el tesonero esfuerzo pacificador de nuestro gobierno.
Si esta crisis no se superara, se hace necesario que el pueblo sepa cómo han sucedido los hechos, quiénes son los responsables de la situación a que se ha llegado, qué consecuencias se derivan de la misma y cuáles son los métodos de lucha que el pueblo tiene que llevar adelante para lograr sus objetivos. Para que esta experiencia no se pierda y fructifique en victorias próximas es necesario el análisis sereno de nuestra reciente historia, con cabal conocimiento de la verdad.
Por lo pronto, del análisis de las circunstancias actuales del país surge con claridad que por mucho que hoy se imponga una solución violenta la derrota del pueblo es solamente transitoria. Tengo absoluta fe en su triunfo final y sé que nada ni nadie podrá evitarlo si se actúa conforme a las enseñanzas que proporcionan los episodios vividos. El pueblo ha comprendido, definitivamente, que su fuerza reside en el número de voluntades que representa, es decir, en la fuerza de la democracia. Está, asimismo, en la unidad y la coincidencia, es decir, en la comprensión de los objetivos comunes.
Cuando el 23 de febrero de 1958 encontramos este camino común, la victoria correspondió a la causa de la Nación y del pueblo. La ciudadanía asimiló así la experiencia que surgía de los comicios anteriores de convencionales constituyentes, cuando el enemigo pudo dividirnos y resultamos vencidos.
El 23 de febrero de 1958 no triunfó un partido ni un hombre: triunfó el pueblo, triunfó la idea de lanzar a la Nación a su destino irrenunciable de desarrollo, bienestar y libertad. Este programa necesitaba para realizarse que se procediera rápida y eficazmente. Entrañaba una revolución tan pacífica como profunda. Debíamos terminar con el colonialismo y, en consecuencia, afectar los intereses locales ligados a esta estructura económica.
Sin embargo, el programa de desarrollo había de beneficiar a todos los argentinos, a todos los sectores sociales y a todas las regiones geográficas. Era por lo demás un programa inevitable si no queríamos sucumbir en la desocupación y la miseria, ya que la vieja estructura no podía sostenerse ni alimentar a veinte millones de argentinos. Si los sectores ligados al colonialismo hubieran comprendido ello y hubieran tenido fe en el país habrían facilitado el camino, incluso para no trabar su propio futuro. Pero no fue así. Pudo más el interés sórdido por lo inmediato. Y entonces comenzó la lucha, que se inauguró aun antes del 1º de mayo de 1958. Continuistas y quedantistas deliberaron sobre si debían o no entregar el poder a la inmensa mayoría triunfante en los comicios. Acepté, entonces, recibir el poder en forma condicionada. Debí optar entre la frustración de la victoria, con que se abría ya el camino a la dictadura o la guerra civil, o un punto de partida que permitiera ir construyendo las bases de una legalidad cada vez más extensa, de una paz social cada día más firme y de un desarrollo en acelerado crecimiento. El pueblo conoce bien cuán larga y difícil ha sido esta lucha. A cada avance por el camino propuesto correspondió una reacción, que se fue haciendo cada día más violenta. Desde la tentativa de sustituir al Presidente mediante un mecanismo aparentemente legal, como la utilización del entonces vicepresidente, hasta la provocación de huelgas como la de enero de 1959 y la proyección al primer plano de los protagonistas de la crisis de septiembre de 1959. A ello debe sumarse el terrorismo y el sabotaje. No se dejó de lado ningún medio que pudiera conducir a la caída del poder, sostenido por el pueblo para un plan de progreso económico y bienestar social, utilizándose para ello aun a sectores del mismo pueblo.
Con el fracaso de la conducción surgida de la crisis de septiembre de 1959 se cierra un ciclo. Pero ya entonces sabíamos que el golpismo y la reacción, acorralados y resentidos por su derrota, asumirán formas más peligrosas. En la tentativa de ensanchar las bases de la legalidad, levantamos las proscripciones. Al mismo tiempo tratamos de hacer entender a las fuerzas en pugna, dentro de la línea nacional, que debían buscar la forma de presentar un frente unido. Personalmente llevé a mi partido la idea de abrir las listas de candidatos para dar cabida en ellos a todos los sectores de opinión- radicales, conservadores, peronistas-, sin más exigencia que la honradez y la inteligencia y que estuvieran dispuestos a luchar por la convivencia y el desarrollo. Infortunadamente, mi iniciativa no fue comprendida ni aceptada en toda su extensión y llegamos a los comicios de marzo en posiciones aparentemente antagónicas. Que este enfrentamiento era puramente formal y producto de las pasiones de la hora, surge claramente ahora, al constatar la consternación que invade los sectores que pudieron unificar sus fuerzas y no lo hicimos. Ahora, con la legalidad a punto de perecer, comprueban con angustia que su fortaleza estaba en la unidad. La masividad del voto hubiera hecho imposible la tentativa de burlar la opinión popular.
Conocidos los resultados electorales y enfrentado a una grave situación de hecho, acepté las intervenciones como un recurso heroico destinado a preservar una parte de la legalidad. Desde esta plataforma podríamos lanzarnos de nuevo a la tarea de su ampliación. Sin tiempo para una consulta más profunda, pero sabiendo que interpretaba la vocación legalista y pacifista de mi pueblo, adopté, en su nombre, esa decisión. No creo haberme equivocado al proceder así. No hay duda de que ahora todo el pueblo sabe que era el mal menor. Ustedes como correligionarios comprenderán mejor que nadie lo doloroso que fue para mi espíritu firmar esos decretos. Pero de la misma manera que soporté con humildad y con paciencia la calumnia y la infamia, como así también sucesivas lesiones a mi investidura presidencial, no vacilé un instante en ese nuevo renunciamiento en defensa de la paz de mi pueblo. Sobre el orgullo personal y mi jerarquía de presidente de la Nación, privó siempre mi responsabilidad suprema de evitar la quiebra de la legalidad y la lucha entre hermanos. Un estadista argentino dijo alguna vez que el hombre público carga su cruz y bebe su vinagre. Ustedes saben bien qué pesada ha sido mi cruz y qué amargo ha sido mi vinagre.
Paradójicamente, quienes me instaban a intervenir todas las provincias en que triunfó el peronismo, quienes lanzaban proclamas incendiarias advirtiendo a los peronistas qué género de represión intentarán contra ellos, aducen que la legalidad fue quebrantada por el presidente de la Nación al decretar esas intervenciones. Esto constituye el símbolo de la contradicción de quienes sostienen sin rubor la tesis de una democracia de selectas y reducidas minorías que se arrogan el derecho de tutelar al pueblo todo. Son los mismos a quienes debí ofrecer la banda y el bastón presidencial cuando exigían mi firma para un decreto que interviniera la CGT y que posibilitara los fusilamientos en la Argentina. Su objetivo es dividir al pueblo para que prevalezca su interés particular.
Se aproximan horas difíciles para el país. Si no se supera esta crisis, lo serán mucho más aún. Por mi parte, trato de evitar esa perspectiva de sangre y encono para mi patria. No renuncio para no abrir el cauce a la anarquía, pero si pasan por encima de mi voluntad, si me arrojan del gobierno o me eliminan físicamente, quiero que el pueblo todo conozca la realidad de lo ocurrido para que pueda aprender la lección de la historia. Los últimos comicios señalan que más del 70% del electorado se ha pronunciado por el desarrollo económico, la justicia social y la convivencia democrática. Las bases de la expansión están logradas en forma irreversible y por tanto es más claro el derecho del pueblo a gozar de los beneficios que de esa situación deriva. La lucha que se abre ahora lo es por la legalidad y la paz. Y la legalidad y la paz sólo se pueden asegurar por la unificación de todos los sectores populares. Pero si los enemigos de la Nación y del pueblo lanzan sobre los argentinos la calamidad sombría de la dictadura y la lucha fratricida habrá que enfrentar con decisión inquebrantable todas las contingencias. Sería ése un camino más doloroso, que no ha dependido de nosotros, pero que conduciría igualmente a la victoria final del pueblo. Tanto para ese camino, que nos pueden imponer, como para el democrático y pacífico que estamos sosteniendo hasta sus últimas consecuencias, importa fundamentalmente preservar la unidad de los sectores populares como condición indispensable de su triunfo. El método es alcanzar un frente unido, indisolublemente unido, por encima de diferencias ocasionales que el enemigo tratará de ahondar.
Cualesquiera sean las características de la lucha, nuestra concepción cristiana y democrática debe estar íntimamente unida a nuestra acción. Sólo así se evitaría que alguna fuerza antinacional capitalice la lucha histórica del pueblo argentino por su autodeterminación.
En estas horas sombrías de la República puedo comprender cabalmente, con honda emoción republicana, el drama de ese gran argentino que fue Hipólito Yrigoyen, cuando solo, enfermo y abandonado, fue derrocado por las fuerzas antinacionales. Felizmente Dios ha querido librarme de esa dolorosa experiencia, porque mi partido y mis amigos de lucha de toda una vida me han acompañado con una conmovedora solidaridad que obliga a mi emocionada gratitud y que me ha recompensado de la soledad y las penurias del poder. Cualquier fuere mi destino, sé que he contado con la lealtad de mis amigos y de mi partido y con la comprensión de mi pueblo. No necesito más.
De esta carta envío copias autenticadas a un grupo de amigos comunes. Quiero que ella sierva como único y veraz testimonio de las razones de mi decisión, de mi estado de ánimo y del programa de acción que propongo a mis conciudadanos. Ella sólo debe hacerse pública en el caso de que se me eliminara físicamente o se me hiciera prisionero. Espero de Ud. y mis correligionarios que sigan, como he seguido yo, hasta sus últimas consecuencias esta lucha por la liberación de la Argentina, por su desarrollo económico, por su soberanía, por la unidad de nuestro pueblo y por sus derechos a un nivel de vida cada día mejor. Esto es la expresión auténtica de la democracia.
Invoco para mi patria la protección de Dios.
Con un gran abrazo.
Arturo Frondizi
Presidente de la Nación Argentina
Fuente: www.elhistoriador.com.ar