Viernes mediodía. Toma el 60 en Panamericana, cuerpos transpirados, olores y murmullos lo rozan y molestan. Piensa en lo que lo vendrá y preferiría quedarse ahí arriba, pero nadie detiene al destino y la parada llega. Baja en Puente Pacífico y camina despacio hasta Godoy Cruz con la mochila del colegio al hombro. En la puerta del edificio saluda al encargado y sube por la escalera para hacer más lento el regreso.
Como todas las semanas, a la hora de siempre, sucederá. Comenzará el dolor. Dolor que arrancará en la boca del estómago y se transmitirá a todo su cuerpo en intervalos insoportables. Ella se meterá en la cama, cerrará la puerta (a veces con llave; otras, no), dejará sobre la mesa de luz los frascos de pastillas bien a la vista, para que él los vea si entra. Ya no se levantará hasta el lunes por la mañana (eso si, en el medio, una pastilla de más no le provoca la muerte).
Él también se encerrará en su cuarto y bajará las persianas para no oír los gritos de las prostitutas de Godoy Cruz. Con música de Floyd, tumbado* en la cama, hará el intento de derramar alguna lágrima que (ya sabe) no va a fluir. Muchos viernes atrás se secaron sus ojos.
Sin embargo, éste no parece ser un fin de semana más; desde que llegó del colegio percibió las diferencias. A ella aún no se la ve tan mal. Es más, cuando lo recibió parecía entusiasmada en el preparativo de algo distinto a la misa rutinaria de los viernes, hasta le hizo la comida. Raro.
Almuerza en silencio y se encierra en su cuarto (por primera vez en mucho tiempo antes que ella). Baja la persiana para que el sol de noviembre no caliente su pequeño mundo. Enciende el ventilador de techo, aprieta el play del pasacasete, se desnuda (le hubiese gustado estar completamente desnudo, pero el pudor hace que se deje puestos los calzoncillos). Cierra los ojos y ve el ventilador. Los abre y sólo escucha su incesante zumbido. Cuando cierra los ojos lo ve, cuando abre los ojos lo escucha. No es un viernes como todos.
En este momento oye los pasos de ella en el pasillo que se dirigen a la habitación. Con los ojos cerrados y el dolor en la boca del estómago se le acelera el pulso, trata de escuchar la música para relajarse y no puede, el ventilador tampoco se oye. Abre los ojos para ver si se cortó la luz, pero el pasacasete mantiene las luces encendidas. Mira el techo y el ventilador sigue girando sin ruido. El silencio aturde: se tapa los oídos con fuerza; mira otra vez el techo y las palas del viejo ventilador le devuelven una imagen de extrema belleza en forma
dagas brillantes, como si alguien con mucha paciencia hubiese dado lustre al acero. El filo de sus puntas, la delicada forma asesina, su poder hipnótico. Trata de calmarse y gira la cabeza hacia el costado, hacia la ventana por donde no pasa ni un rayo de luz. Mira. Ahora, la imagen de las dagas reflejadas ha cambiado el paisaje del cuarto, la cortina se ha transformado en un lienzo enorme en el que, de pared a pared, algún extraño pintor ha dejado su huella.
Entonces lo ve. Su elefante apoyado contra el placard.
-Tardaste mucho- dice y levanta la cabeza de la almohada.
-No pensaba venir. Parece ser un día distinto el de hoy, ¿no?
-Es verdad. Hay algo raro dando vueltas por la casa. Fantasmas, quizá.
-No. Acá no hay fantasmas. Ni espíritus. Ni hablar de ángeles.
Se hace un silencio que él interrumpe con una directa a su mentón.
-¿Qué son esas dagas en el techo? ¿Las hiciste vos? ¿Y la imagen en la cortina?
Como siempre, nada conmueve al elefante.
-¿Miraste bien la imagen?- Pregunta el elefante.
Mira hacia la ventana y vuelve a verla: la cara de ella extremadamente hermosa, el cuerpo cubierto por un fino camisón de los que usa todos los viernes. La imagen sobre la tela irradia su fría belleza de forma casi perfecta. Sin embargo, hay algo raro.
-¿Te das cuenta de la diferencia de ésta con las anteriores?
Él piensa que al elefante le encanta preguntar, como si de esa forma fuera más eficaz. Busca detalles, qué hay en esa imagen. Un escalofrío
le recorre el cuerpo semidesnudo. Es horrible: el color de la cara, la expresión, sus ojos….
-¿Está……? ¿Está muerta?
– ¡Ajá¡ Total y completamente muerta -lo dice sin mover un solo músculo.
Vuelve a mirarla y busca algún indicio de vida. No, todo inerte salvo un hilo de color negro deslizándose por el lado izquierdo del camisón, algo así como tinta china, la misma con la que más de una vez ensució su guardapolvo escolar en las clases odiosas de caligrafía.
-No es tinta -dice el elefante. Es sangre.
El ruido ensordecedor del tren sobre las vías de Pacífico lo molesta y despoja la habitación de dagas, lienzos y elefantes. Los gritos de una mujer y un hombre discutiendo le llegan desde la vereda. Cuando vuelve el silencio escucha los suaves acordes de Mother y el zumbido del ventilador. El corazón le late con fuerza; está sudando. Se levanta de la cama y camina hasta el baño, abre la canilla de la ducha y se mete bajo el agua helada, las palpitaciones aumentan. Luego comienza a relajarse y decide salir. Se seca despacio tratando de detener el tiempo, ya no quiere esto, ya no tiene fuerzas, no hay lágrimas, sólo un interminable dolor en la boca del estómago que casi no lo deja respirar. En el cuarto se quita la toalla de la cintura y vuelve a tirarse boca arriba, esta vez desnudo. La sábana roza sus genitales, produciéndole una suave excitación; el agua fría, el contacto con su intimidad lo relajan. Se queda dormido. Despierta y el cuarto está a oscuras, ha anochecido. Afuera,
el paso de los colectivos y las bocinas de los ansiosos conductores apresurados por llegar a sus propios infiernos. A pesar del largo sueño siente que el cansancio no lo ha abandonado, es nuevamente una triste pero distinta tarde de viernes. Levanta los ojos. Vuelve a ver las dagas que giran en el techo, ahora con más brillo. Se abraza a sí mismo, quiere asegurarse de que está despierto. El silencio invade la habitación y el
pequeño departamento. Vuelve a sonar Mother. La música devoradora de Waters lo levanta de la cama y, parado sobre ella, estira un brazo y toma por el mango una de las dagas del ventilador; las otras siguen girando sin percatarse de la ausencia de su compañera. Está desnudo pero no le importa. Se sienta con suavidad sobre las sábanas, pasa un dedo por el borde filoso. Lo recorre un escalofrío. Es como el contacto con la piel de una mujer: placer y temor.
Con el escalofrío en la espalda, se levanta y abre la puerta. La oscuridad del departamento le indica que están solos. Desnudo camina por el pasillo. Llega a la habitación de ella. Se detiene. Con la mano libre empuja la puerta que cede. No hay duda en él. Acostumbrado a la oscuridad puede distinguir su cuerpo inerte, cubierto en partes por una fina sábana de algodón blanco. Se acerca y la mira por última vez. Levanta la mano derecha y ve el reflejo de la daga en la pared. Con absoluta frialdad la descarga varias veces sobre su pecho; la sangre le inunda el brazo y ella no emite queja, ¿habrá tomado muchas pastillas hoy? Regresa temblando por el pasillo, se acuesta. No sabe cuándo lo gana el sueño.
Cuando despierta es lunes. No entiende cómo ha dormido tanto; seguramente ha sido la calma del deber terminado. Mira el techo y el ventilador está girando. Sus paletas de madera le tiran un aire dulzón. Falta una. Permanece un rato mirando ese vacío, hasta que alguien golpea la puerta y escucha su voz indiscutible, apremiante, apurándolo para que se levante.
-El café está listo –dice-. Vas a llegar tarde al colegio.